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Foto del escritorBernal Arce

Deporte: magia, poesía y heroísmo

Juegos de manos son de villanos


Jacques Sagot



Es el 22 de junio de 1986.  Estadio Azteca, “el coloso de Santa Úrsula”, en México, Distrito Federal.  Inglaterra y Argentina colisionan en cuartos de final. No hay goles en el primer tiempo.  En el minuto seis del segundo, comienza el sainete que a toda costa ha intentado ser revestido de una pátina épico – religiosa que de alguna manera lo adecente.  Maradona intenta hilvanar una jugada de pared con Jorge Valdano fuera del área.  Este no logra devolverle el balón, que es interceptado y rechazado hacia arriba por el defensor Steve Hodge.   Maradona queda libre del fuera de juego merced al hecho de haber sido habilitado por un rival.  Dentro del área, mientras la pelota cae, el portero Peter Shilton y Maradona van a disputar el balón por alto.  El inglés es veinte centímetros más alto que el atacante argentino.  Shilton saltó extendiendo su mano derecha.  Maradona hizo otro tanto, puñeteando la bola con su mano izquierda, pero manteniendo el brazo cercano a su cabeza, a fin de crear la impresión de un testarazo.  La pelota entró dócilmente en la desguarnecida cabaña inglesa.  Maradona comenzó a festejar, mirando de reojo al árbitro y al juez de línea.  Tan pronto el primero (el tunecino Ali Bennaceur) validó el gol, su festejo devino incontrolable delirio.  La irreprimible euforia del ladrón que se ve absuelto e impune.  Ante las protestas de los ingleses, el tunecino se hizo asesorar por su segundo abanderado, que convalidó la anotación.



El fotógrafo mexicano Alejandro Ojeda Carbajal capturó el momento: el manazo de Maradona es innegable como el Aconcagua.  Posteriores documentos fílmicos lo confirman.  Pero todo examen se torna superfluo, cuando el futbolista, en su autobiografía, declara, con desfachatez ofensiva para cualquiera que respete el principio de justicia deportiva (fair play no solo significa “juego limpio”, sino “juego justo”): “Ahora sí puedo contar lo que en aquel momento no podía, lo que en aquel momento definí como “La mano de Dios”...  Qué mano de Dios, ¡fue la mano del Diego!  Y fue como robarles la billetera a los ingleses también”.  De hecho, la adicción a la cocaína y el perceptible daño neurológico que tal práctica ocasionó al futbolista lo llevó, en diversas oportunidades, a ventilar maniobras antideportivas que, si el fútbol fuese supervisado retroactivamente como ha comenzado a serlo, en años recientes, el ciclismo, le deberían haber valido el retiro de varios títulos por parte de la FIFA.


En 2015, Maradona, de paso por Túnez, se reunió con el árbitro del partido, Ali Bennaceur… se regalaron cosas, se abrazaron, se besaron, lloraron, evocaron los buenos tiempos…  Para no juzgar demasiado severamente al colegiado tunecino, digamos que fue un cómplice involuntario de la fullería de Maradona.  


“La mano de Dios” de Maradona encontró su rápida representación icónica: una parodia de La creación de Adán de Miguel Ángel en la que el brazo del futbolista, con la camiseta de la Selección Argentina y el número 10, reproduce el gesto del Creador, infundiendo la vida a Adán, con su dedo índice extendido, que pareciese engendrarlo, y al mismo tiempo, querer retenerlo cerca de sí, suerte de nexo, de cordón umbilical tenue pero inmensamente elocuente: le da la vida, pero también se resiste a dejarlo librado enteramente a su suerte.  


Pues bien, a ese ser dador de vida ha sido asimilado un futbolista que, en una de las trapacerías más desvergonzadas de la historia del fútbol, consigue la eliminación de un rival con un gol que niega los principios de honor, justicia, respeto y ética, esos que, en principio, constituyen el fundamento mismo de todo deporte.  En un gesto que lo dice todo sobre la época en que vivimos, este atropello fue glorificado con tonadillas y sonsonetes populares, y un largo metraje.  La deificación del rufián.  La heroización del pillo.  La glamurización del gañán.  


La decisión arbitral en la estafa del mundial 1986 creó, por desgracia, escuela.  En los cuartos de final de la Copa América 1995, jugada en Uruguay, Argentina enfrenta a Brasil.  El partido debió de haber sido ganado por la primera, que a la altura del minuto 30 de la segunda parte iba arriba en el marcador 2-1.  Fue entonces que Tulio, el número nueve de Brasil, bajó con su brazo izquierdo un centro dentro del área de Jorginho, para luego vencer con perfecto desparpajo al portero argentino.  Estupor de los defensas argentinos, que ante falta tan flagrante ni siquiera se apresuraron a bloquear el remate del brasileño, seguros como estaban de que el árbitro la sancionaría.  Estupor de todos cuantos vimos el partido…  ¿Nueva intervención divina?  No.  Esta no fue sacralizada.  Los locutores argentinos –moralmente desautorizados para invocar el principio de justicia– tuvieron que limitarse a exclamar: “¿Aprendiste de Dieguito, Tulio?”  La infracción del brasileño es tan palmaria, que por poco mueve a risa.  El partido debió haber sido ganado por Argentina 2-1.


Por el contrario, la mano con que Thierry Henry posibilitó la agónica “clasificación” de Francia al mundial 2010, en partido que los galos perdían 1-0 contra Irlanda del Norte, sí fue objeto de culto religioso.  Henry controló con el brazo izquierdo una bola que se le escapaba por la línea de fondo, para centrar de pierna derecha, y permitir que William Gallas, a boca de jarro, igualara con gol de cabeza, el partido.  Con este resultado, Francia empataba, en el Stade de France, en Saint-Denis, un partido que perdía 1-0 desde el minuto 33, y que una aguerrida Irlanda, bajo la dirección de Giovanni Trapattoni, había dominado ampliamente.  Para hacer las cosas más urticantes, el gol se produjo durante los tiempos de alargue, en un partido que, además, era una repesca.  Francia había ganado en Dublín 1-0, pero en Saint-Denis fue fácil presa del vertiginoso juego irlandés.  Henry reconoció su inmundicia, ofreció disculpas, y propuso autocastigarse no jugando el mundial (cosa que, por supuesto, no cumplió).  Se consideró la posibilidad de repetir el partido, pero el reclamo formal de Irlanda ante la FIFA no prosperó.  Había que aceptar la realidad: en un deporte en el que los guardavallas pifian, los defensas entregan balones a los rivales o marcan contra su propia portería, los delanteros botan goles “hechos”, los locutores y periodistas dan información inexacta, los guarda líneas no marcan posiciones antireglamentarias, y las barras, con su conducta a menudo censurable, son capaces de generar catástrofes, ¿por qué habría de exigírsele a un árbitro infalibilidad?  Se imponía un hecho: la falibilidad es una variable que, en todo deporte, –en toda actividad humana– debe ser asumida, presupuestada.  Lo cual, por supuesto, no exculpa en modo alguno a marrulleros como Maradona, Tulio o Henry.  Tengo para mí que si el encuentro hubiese tenido por protagonistas a potencias tradicionalmente antagónicas, como Alemania e Inglaterra, Francia e Italia, Inglaterra y Argentina, Brasil e Italia, o Argentina y Brasil, el incidente podría haber desatado un grado potencialmente incendiario de violencia colectiva.  Irlanda dio una muestra suprema de civilidad, al no ceder al hooliganismo, en una instancia que los dejaba fuera de la mayor justa futbolística mundial.  Pero eso que los americanos llaman poetic justice no dejó de manifestarse: Francia hizo el ridículo en el mundial Sudáfrica 2010, con pleitos y comadreos intestinos dignos del más sórdido patio de vecindario, y misérrimos resultados (derrotas por 2-0 y 2-1 contra México y Sudáfrica respectivamente, y un empate 0-0 contra Uruguay).  Empero, el gesto de Henry pasó a la historia como “la otra mano de Dios”.  Y es así como Dios se convierte, de pronto, en santo patrono y propiciador de todos los chanchullos deportivos de la historia, en lo que debe ser interpretado como una inversión –una perversión– de la axiología de cualquier religión concebible.  La satanización del gesto de Henry (“la mano del Diablo”) no cambia el contenido pseudoteológico que se le pretende asignar a la infracción.  Seguimos en el mundo de los absolutos: la justicia absoluta, la injusticia absoluta.  Si la de Henry fue “la mano del Diablo” eso significa que Satán no difiere, en lo esencial, de Dios, o que tanto uno como otro son entes perfectamente acomodaticios, adecuables a la circunstancia humana: declararemos divino todo cuanto nos satisfaga, y satánico todo aquello que nos frustre.


Finalmente, la mano con que Perú “eliminó” a Brasil en la Copa América Centenario 2016 –admitida post facto por el infractor, el peruano Raúl Ruidíaz– es una inmundicia, una canallada que ensucia al fútbol peruano, y deja por los suelos el arbitraje elegido para la justa.  Era la primera derrota de Brasil ante Perú en treinta años, y le costó a Dunga el puesto de director técnico de la Auriverde.  My heart goes forDunga, un técnico serio, disciplinado, con una indoblegable ética de gladiador e innegable don de liderazgo (si bien, forzoso es reconocerlo, no tenía a la Seleçao jugando su mejor fútbol).  Si el asqueroso chanchullo del jugadorcillo peruano no hubiese tenido lugar tan tarde en el partido, Brasil podría haber remontado el marcador, pero en el minuto 80 apenas tuvo tiempo para digerir su ira e impotencia.


No dejaré de mencionar el hecho de que, después de la glamurizada, cosmetizada, glorificada, sacralizada mano de Maradona, la infracción se convirtió, prácticamente, en uno de los gestos asociados a la imagen de todo gran delantero.  Raúl González (menos angelical que las criaturitas al pie de la Madonna Sixtina de Rafael, y menos caballeresco que don Rodrigo Díaz de Vivar) anota un gol con la mano en la victoria 3-2 del Real Madrid sobre el Leeds United, en marzo de 2001, en el contexto de la Liga de Campeones de Europa.  Jorge Valdano, a la sazón director general del club, se apresuró a declarar que se había tratado “simplemente de un acto reflejo…  Un acto instintivo que estamos cansados de ver en el fútbol”.  Valdano, uno de los hombres que con más elocuencia y lucidez han escrito en torno al fútbol, profiere semejante rebuzno.  “Acto reflejo”, “acto instintivo”, ¡pssst!: en el baloncesto sin duda.  Y luego, Messi se cree también en la necesidad de cumplir con este rito iniciático, anotando con la mano, en junio de 2007, el gol con que el Barcelona empata al Espanyol 1-1, en partido que a la postre terminaría 2-2.   Transcribo, ad literam, el comentario de los locutores argentinos: “¡Goool!  ¡Es Diego, es Diego, reencarnó, es Diego, reencarnó, yo no creo en este tipo de cosas, pero reencarnó Diego, bajó para vestir la casaca del Barcelona, pero en realidad es Diego!  ¿Cómo podés explicar estas coincidencias?  ¡Es Diego, es Diego!  ¡Una clonación, o algo así!”  Sí, amigos, amigas, esta fue la doctísima apreciación de los comentaristas de marras.  Difícil de concebir, un avatar de Maradona, cuando “el pelusa” aún no se había muerto.  En fin, quizás los comentaristas argentinos hayan sido iniciados en los arcanos de alguna esotérica secta que conoce todo lo referente a la metempsicosis, y el alma de un hombre –contrariamente a lo que nosotros, profanos en la materia, creemos– puede transmigrar al cuerpo de otro antes de su muerte física.  Pronto se acuñó el apelativo “Messidona”, para designar a esta híbrida criatura.  Pero lo más insólito es la forma –extática, exorbitada– en que los locutores “cantan” y celebran el “gol”… Realmente, como si se tratase de una proeza deportiva de inconcebible magnitud.   La marrullería equiparada a excelencia.  Poco tiempo después, Messi repitió su pillería –porque no de otra cosa se trata: un robo, un hurto calificado– contra el Getafe, pero fue amonestado.  Por lo que a los locutores argentinos atañe, es evidente que padecen de un serio desequilibrio mental que los incapacita para ejercer su delicada función con un mínimo de objetividad, imparcialidad y decencia.


Cristiano Ronaldo, por supuesto, quería también estar “in”, no privarse de ese gesto que, desde Maradona, constituye la visa de residencia en el parnaso futbolístico.  En mayo de 2010, Portugal empata 0-0 contra la débil Selección de Cabo Verde.  Pero el chico de las cejas depiladas y los cuadritos abdominales de chocolate erró, y su manazo, en el cierre de un centro largo desde el ala izquierda, se estrelló en el travesaño.  Asumo que con ello todavía no es Dios.  Hey man, don´t worry, you just keep trying!


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