Lo crean o no: hay locutores de fútbol simpáticos
Jacques Sagot
Nada hay en el mundo tan bello como expresar, con todo el fervor y vehemencia del caso, ese sentimiento milagroso que llamamos “gratitud”.
Quiero hoy rendirle sentido tributo a nuestro imponderable Andrés Salcedo, quien comentaba los partidos de la Bundesliga para la Deutsche Welle y Transtel, y creó un verdadero bestiaire para referirse, siempre de manera afectuosa, a los jugadores más conspicuos del momento: “El caballito” Konopka, “El pez volador” Hrubesch, (jugador importante, autor de los dos goles con que Alemania venció a Bélgica en la final de la Eurocopa 1980), “El osito” De Beer, “El sabueso” Vogts, “El dinosaurio” Rüssman, “La pulguita” Simonsen, “El pájaro carpintero” Woodcock, “El condorito” Guets, “Migajita” Littbarsky, “Caperucita roja” Rummenigge, “El pájaro loco” Jean-Marie Pfaff, “El Boricua” Magath, “Mao-Mao” Breitner, “Pata de palo” Holzenbein, “El Porompompero Wohlers, “Manitú” Kaltz, “Ojitos” Augenthaler (simplemente porque la palabra alemana augen significa “ojos”, “D´Artagnan” Linden, “Bazuca” Okudera… Y una fauna que –creo recordar– contemplaba a todas las especies animales conocidas en el planeta a la altura de 1980.
Es con afecto y gratitud que le dedico a Andrés Salcedo estos párrafos: al día de hoy, no he escuchado todavía a un locutor que lo supere en encanto e inventiva. Puesto que la locución es uno de los más importantes ingredientes de la vivencia deportiva, aprovecho la ocasión para celebrar a este comentarista culto, refinado, creativo, respetuoso, un orfebre de la palabra (autor de varios libros, el más notable, según yo, El día que el fútbol murió).
Cito esta reflexión de su autoría: “El público no necesita que le interpreten todo lo que ve. Los comentaristas no entienden que el silencio puede ser bello. A la velocidad a que transmiten solo dicen frases de cajón. Ahí no caben el comentario bonito, la metáfora, el guiño literario”. Sí, un poeta del fútbol, el colombiano Andrés Salcedo.
En varias oportunidades lo trajeron a Costa Rica para que comentase la Vuelta Ciclística de diciembre, e incluso transmitió un clásico Saprissa – Alajuela. Lo hizo con inmensa dignidad y simpatía. Andrés no juzgaba, no reprendía, no descalificaba, no humillaba a los deportistas, cualquiera que fuese su grado de incompetencia. Jamás lo oí expresarse de manera menos que respetuosa ante las pifias incontables que tuvo que narrar.
En alguna ocasión, insuflándole con su voz melódica, eufónica, algo de vida a un por lo demás anoréxico y casi cadaveroso partido entre el Hamburgo y el Eintracht Frankfurt, el káiser Franz Beckenbauer –quien a la sazón jugaba el último año de su carrera con el primer equipo–, cometió un error al despejar un balón que ya se colaba bajo el marco que él, en calidad de sweeper, defendía. Incapaz de un vulgar reventón –de la misma manera en que Mozart habría sido incapaz de una melodía cajonera–, Beckenbauer despejó el balón pulcramente, tratando de habilitar a alguno de sus compañeros, potencialmente para enhebrar un contragolpe. Pero le pegó al balón con excesiva aristocracia, con un porte exquisito, con un toque sutil de maestro… la jugada ameritaba una acción de emergencia, no una cátedra de buen gusto. Fue, indudablemente, un error, una pifia aparatosa de Beckenbauer. Salcedo pudo haberlo crucificado. ¿Pero él, atreverse a enturbiar el nombre del más grande jugador alemán de todos los tiempos? ¡Jamás, jamás, jamás! Entonces se limitó a decir, serena y naturalmente: “Bueno, tal parece que en esta ocasión el Emperador Beckenbauer ha quizás exagerado un poquito la elegancia y el garbo de su estilo. ¡Pero viniendo de él, incluso los pases desacertados deben ser tomados con gratitud y reverencia: son cosas que alguna vez contaremos a nuestros incrédulos nietos!” ¿No es este el gesto de un príncipe, de un hombre perfectamente consciente de la jerarquía del jugador cuya acción comentaba, y en última instancia, de un hombre bueno, noble, respetuoso, benevolente (de bene volens: querer el bien)? ¿No trató bien al gran Beckenbauer, en el ocaso de su carrera, cuando no era ya infalible, pero siempre inspiraba valor a su equipo y era el alma de cualquier colectivo? ¡Habría sido tan fácil y mezquino crucificarlo por aquel error! La estatura moral de un ser humano se mide en función de los yerros que es capaz de pasar por alto, de perdonar, de soslayar en sus semejantes, sobre todo cuando se trata de un genio de magnitud histórica.
Nacido en Barranquilla en 1930, Andrés no tardó en mudarse a España, donde se desempeñó como escritor, traductor y comentarista de cine. En cuestión de un par de años ya era reconocido como un personaje de gran valía cultural, y se le otorgó el Premio de Crónica en 1964 por su texto El día en que nadie murió en la carretera. Es un laurel que ningún escritor (a menos de que lo sea de ciencia ficción) podrá ganar en Costa Rica, toda vez que con 632 asesinatos en lo que va del año, no hay un solo día en que la sangre no corra por nuestras carreteras. Con los descomunales cráteres que revientan sobre las vías, no cuesta trabajo imaginar cómo esos agujeros negros deben de llenarse con la sangre de las víctimas, y convertirse en piscinas ad hoc para los mapaches, comadrejas y perros callejeros. ¡Ruin, innoble pero inevitable visión!
Salcedo nos introdujo a la gloria del fútbol alemán de la mejor década de su historia (la Selección Germana quedó en tercer lugar en el campeonato mundial 1970, fue campeona de Europa en 1972 y 1980, campeona mundial en 1974, subcampeona de Europa en 1976, y subcampeona del mundo en 1982 y 1986). De la mano de la Bundesliga aprendimos a paladear el fútbol europeo, a la sazón tan distinto del nuestro. Nos familiarizó con el estilo y las proezas de algunos de los más grandes jugadores que han bendecido este hermoso deporte: Beckenbauer, Müller, Vogts, Overath, Grabowksy, Rummenigge, Bonhoff, Breitner, Maier, Matthäus, Klinsmann… Andrés fue nuestro cicerone, nuestro guía, nuestro baquiano y lazarillo por esos fascinantes andurriales. No solo era un formidable locutor: también era, a su manera, un educador, un pedagogo.
Andrés se nos murió el 6 de enero de 2022. Ese gran degustador del silencio. Ese hombre convencido de que una narración que replicara a la velocidad de la luz todo cuanto acontece en el terreno no sería más que una fastidiosa tautología, un pleonasmo, una redundancia: vivir dos veces la misma cosa: gracias a nuestros ojos, y luego merced al innecesario relato del narrador. Sí, ya lo creo que el silencio es bello. Nuestros locutores no saben disfrutar ni honrar el silencio: se querrían omnímodos, ubicuos, inescapables… No aprendieron la lección de Andrés. Su voz era bella y carismática, el timbre –un violonchelo Stradivarius de Cremona, de 1730– rezumaba simpatía, bonhomía… era imposible no quererlo.
Es con inmenso cariño que le ofrezco hoy este pequeño homenaje. Costa Rica le debe muchísimo. Sería escandaloso –amén de profundamente injusto– que las nuevas generaciones desconocieran por completo su figura, su huella y su legado. ¡Hasta siempre, campeón
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