Meditación en torno al violín
Jacques Sagot
Por las vetas del viejo violín corre la música. Las sinuosidades de la madera van adoptando las formas de la onda sonora. Madera estremecida, por una parte; vibración por la otra. Esa materia sin materia que es la música recorre la tersa superficie del instrumento, remonta sus oscuros caminos, va modelando con amorosa paciencia las fibras del laurel doblegado. A la cintura del violín se abraza la música, a esa cintura grávida de armonía, esbelta y recia a un tiempo, solicitando el canto, implorándolo casi.
¡Dúctil, maleable cuerpo, el del violín! ¿Joyero, caja de Pandora, o pequeño féretro quizás? El arco, tenso como arbotante; el mástil altivo; el puente oscilante bajo el peso formidable de las cuatro cuerdas que las clavijas distienden y atormentan, pero que nunca cede ante su elástica, rítmica presión. Hasta ahí el violín proclama su náutico linaje, su soberbia de pirata y de guerrero. Pero vienen luego las resonantes cavidades de su cuerpo, el vientre dulcemente combado, la voluta que remata su enhiesto cuello y, sobre todo, ese prodigio que, con infinito esmero, el tiempo opera sobre las vetas de la madera: las dibuja, las moldea, las adapta a las formas de las ondulaciones sonoras. Se ama a sí mismo, el violín, es un ser completo e indiviso, como el andrógino de Platón. ¿Naturaleza muerta, tú? ¡Transmutación del árbol tronchado pero eternamente reverdecido, antes bien!
No puede dejar de expresar la naturaleza, el violín: ¡bien que mal es un árbol! Y luego, esa entrañable intimidad con que lo esgrime el músico: su cuerpo sostenido por el cuello, una zona de la anatomía humana tan vulnerable, tan transitiva, tan irrigada por nuestra savia -sangre y por infinitas terminaciones nerviosas. El violinista le infunde a su instrumento su calor, su sudor, su aliento, las más enrarecidas emanaciones de su cuerpo. Muy amado ha de ser todo aquello a lo que le permitamos venir a anidar en nuestro cuello: ¡es un espacio de sacralidad, por poco un santuario! El chelista abre las piernas para acoger entre ellas su instrumento… pero tengo para mí que el cuello -sensibilísima superficie, suerte de laúd suspendido al que aun la brisa haría sonar- es una comarca más íntima que la entrepierna.
He escuchado a no pocos de tus bardos: Yehudi Menuhin, Issac Stern, Erick Friedman, Ruggiero Ricci, Gil Shaham, Joshua Bell, Sacha Schneider, Aaron Rosand, Schlomo Mintz, Dylana Jenson… Todos fueron amantes tuyos. Algunos te sirvieron mejor que otros, pero no hubo uno solo que no entrara en tu sagrario sobrecogido por la unción, el fervor, la devoción que tu cuerpo les inspiraba. A muchos de ellos los escuché cuando era yo apenas un niño. Me vulneraron, me hirieron de amor, de belleza, de eternidad… y las heridas aún sangran, por siempre sangrarán. Las benditas heridas de la hermosura, esas que no debemos curar, porque son un hontanar de salud y de sabiduría.
Bendito sea el momento en que un hombre o una mujer, allá, en el turbio fondo de los siglos, tensó una cuerda, y descubrió cuán estremecido canto liberaba al ser frotada. Más bello, más trascendental, más fecundo en consecuencias que la rueda, la palanca o el fuego. Esas cuerdas torturadas, en su lecho de Procusto, las manitas y los piecitos amarrados al dispositivo de tormento, y el cuerpo que se estiraba hasta partirse por la mitad… ¡Cuán hermosamente gime y llora el violín: es como si el dolor fuese su lengua materna, su voz natural, su único registro! Evoco a Alfred de Musset: “Los cantos más desesperados son los más hermosos, y los conozco que no son sino sollozos”. Más bellamente que el piano, más plenamente que la guitarra, más secretamente que toda una orquesta sinfónica: así llora el violín. El suyo es, siempre, un canto que llora, un llorar que canta.
El violín… cuatro cuerdas que son capaces de darle voz a todo el dolor del mundo. Un microcosmos de emociones en tu cuerpecito esbelto, torneado, frágil al tiempo que tremendamente poderoso. Beethoven, ese sordo genial que escuchaba el infinito y desataba tormentas en un teclado, lo convocó cuando sintió la necesidad de orar: es lo que prueba el Larghetto de su Concierto para Violín y Orquesta. Nunca le confió al piano una plegaria tan ardiente y estremecida. Lo comprendo. El violín canta, ahí donde el piano golpea. La diferencia que hay entre un ruiseñor y un picapedrero. Doy gracias a la vida por haberme permitido entrar, a pasos ingrávidos, en el santuario del violín, en su cálido cuerpo donde mi alma encontró eterno asilo.
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