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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento

La inmensa importancia de la cortesía


Jacques Sagot



 

“Un hombre no se convierte en hombre si no es por la educación.  Será, estrictamente, lo que la educación haga de él.  La disciplina transforma la animalidad en humanidad” -decía Kant-.  Los niños que insultan, agreden, ofenden, maltratan a sus compañeros actúan justamente como lo que son: pequeñas bestias.  No son, aún, en el sentido cabal de la palabra, personas (¿seres humanos?  Sí, sin duda: eso es fácil: cuestión de pertenecer a una especie.  La noción de “persona” supone la adquisición de facultades suplementarias, indispensables para la convivencia).


 

A los cinco años de edad, es improbable que un niño comprenda plenamente la carga moral de su agresión, su contenido ético específico.  No se puede razonar, con un niño cuya capacidad de abstracción es aún tan limitada.  Tiene que seguir normas, un código que debe aceptar antes de comprender lo que lo sustenta.  Esa es la amabilidad, la gentileza, la consideración, el respeto, los modales, la civilidad.  ¿Forma pura?  En primera instancia sí, sin duda (¡el niño jamás entenderá la ética nicomáquea de Aristóteles, o las éticas de Spinoza, Kant, Montaigne, Lévinas, los evangelios, el Corán, o las Upanishads!)  Pero el gesto, el simulacro, la ceremonia terminará por crear el contenido.  Por eso, a riesgo de sonar como uno de esos psicólogos populares mediáticos que salen en la televisión prodigando consejos para la armonía familiar, diré que los buenos modales son esenciales en la constitución ética del individuo, esa bestezuela que es el niño, y que -hemos de esperar- algún día devendrá persona.  Los gestos -a priori vacíos, puramente rituales- de la politesse terminarán por interiorizarse, y convertirse en una auténtica moral, razonada, debidamente asimilada.  Es el tipo de conducta en la que cabe aplicar la fórmula de John Dewey: “learning by doing”: “Aprender haciendo”.


Pretendiendo ser decente -el niño no comprende esta noción- terminará por serlo realmente.  La forma crea aquí al contenido (exactamente tal como sucede en el arte, por más que esto irrite a ciertos artistas que conozco).  Por supuesto que la forma -los modales en materia de convivencia, la técnica en el campo artístico- no serán condición suficiente para forjar una persona decente, o una obra maestra, ¡pero sin duda serán condición necesaria!  Cito al siempre agudo, perceptivo La Bruyère.  “La amabilidad no inspira siempre la bondad, la equidad, la complacencia, la gratitud; pero nos da por los menos su apariencia, y hace lucir al hombre externamente como debería de ser internamente”.

 

Entiéndanme, amigos, amigas: no estoy aquí intentando un elogio de la apariencia per se.  La amabilidad, en el peor de los casos, puede no ser más que un disfraz para la más abyecta barbarie.  Pero no veo, simplemente no veo de qué otra forma puede un niño crecer ética, moralmente, si no es a través de la observancia de un código de normas de convivencia -estipuladas por la palabra, pero subtendidas por el ejemplo de sus figuras de autoridad- que acatará, al principio, acríticamente.  Por decirlo de otra manera: “imitando”, “simulando” la bondad -que inicialmente confundirá con la belleza: para él lo “bueno” y lo “bello” serán lo mismo- llegará a ser, si la vida no lo hace derrapar en las peores direcciones, genuinamente bueno.  La acriticidad, la mera formalidad, la vacuidad de los primeros gestos se llenará con el tiempo de contenidos vivenciales: su politesse, su amabilidad, su cortesía tendrán un contenido ético real: no serán ya pura mímesis, vendrán de adentro (eferentes), no de afuera (aferentes).


Jugando a ser pianista aprendí a ser pianista.  Jugando a ser escritor aprendí a ser escritor.  Jugando a amar aprendí a amar.  Jugando a ser compasivo aprendí a ser compasivo.  Jugando a vivir aprendí a vivir.  Ahora juego a morir para aprender a morir… es el único juego en el que la mímesis, como método, no ha funcionado.  Lo que quiero decir es esto: en materia de ética, hay que “pretender”, “fingir” las cosas para que estas adquieran, un día bendito de nuestras vidas, sustancia y contenido reales. El niño juega a ser astronauta… ¡hasta el día glorioso en que descubre serlo!

 

Comenzamos por observar una mera etiqueta, forma vacía, instrucciones cuyo sentido no tenemos claro, un código de gestos en el que somos instruidos y que carecen de contenido ético: son un mero simulacro: actuar tal y como si quisiésemos mucho a las demás personas.  Pero el gesto -inicialmente pura imitación, pura ceremonia- termina por crear, de afuera hacia adentro, de manera aferente, centrípeta, el sentimiento genuino. Es pretendiendo amar al prójimo que, con un poco de suerte, llegaremos a amarlo.  Ese es, exactamente, el valor de los  buenos modales: un simulacro de amor que, con viento propicio, puede llevarnos al amor auténtico.  Mis padres me educaron de esta manera.  Hicieron bien.    

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