Recuerdo, recuerdo… ¿qué quieres de mí?
Jacques Sagot
¡Cómo le gusta, a la infancia, volver regularmente a apuñalearnos! Una mañana entro al cuarto que compartía con mi hermano. Está sentadito, en la cama, con su gorro de marinero, y llora en silencio. “¿Qué pasó?” “El perro se comió a Burricho”. Burricho era el periquito de la casa. Vivía en una jaula, en un patio central contiguo a nuestro dormitorio, y nos despertaba por la mañana. El gran compañero de mi hermano. A menudo lo llevaba en el hombro.
Pues resulta que ese día Burricho estaba particularmente locuaz. Feliz de la vida. Lleno de sol. Y Papá se cansó de él. Fue a colgar la jaula en el patio externo, donde vivía el perro bóxer. Alto, suficientemente alto. Pero las fieras, estimuladas por su instinto de depredación, pueden saltar mucho más de lo que uno se imagina. Y botó la jaula. La desesperación del periquito. Mamá solo encontró cientos de plumas verdes que el viento se llevaba, y la jaula hecha añicos. Lloró mi Mamá, y es posible que lo haya hecho yo también… a decir verdad, no me acuerdo, pero ese detalle carece de importancia, puesto que lo estoy haciendo ahora mismo, mientras escribo. Papá trató de desdramatizar la cosa, y de paso exculparse. Sucongojosa e inapropiada sonrisa… lo estoy viendo. Y por sobre todo, la imagen de mi hermano, solo, sentado en la cama… ya tenía horas de estar llorando cuando me lo encontré.
Estas no son anécdotas: son tragedias en la vida de un niño. Como tal la viví. No más gorgoritos, no más pajariles monólogos, no más parlanchineos para recibir el día, no más ese delicioso olor de banano que llenaba el patio central. Arrojado a las fauces del monstruo. Incapaz de otra cosa que dar saltitos, porque, para que no se nos escapara, le habíamos reducido las plumas de las alitas. Es un dolor infinito. Marca una vida, y el que no lo entiende así, no sabe lo que es ser niño. Mi padre persistía en tomarse el asunto a broma. Estoy seguro de que tampoco se sentía bien con lo que había hecho.
Mi hermano, sentado al borde de la cama, y su llanto estoico… imágenes del infierno, que quisiera uno borrar de la conciencia. Con el tiempo uno tiende a trivializar las cosas: “¿Te acordás del periquillo aquel al que se lo comió el perro? ¿Cómo era que se llamaba?” Somos frívolos y desmemoriados. Las cosas nunca son banales: están preñadas de significados latentes. Es nuestra incuria, nuestra ceguera, la que las trivializa. Pero por poco que se palpe uno las fibras del alma va a reencontrar el dolor, ahí, ovillado en el fondo de la conciencia, intacto, calcinante. Las mañanas, ahora llenas de silencio… La yerta mudez de la ausencia y de la muerte. Para ti, Burricho, que ahora cantas en el paraíso de Platero, el de los prados y rosas eternas, esta pequeña reminiscencia.
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