Cuando la risa es enemiga de la misericordia
Jacques Sagot
Esto me sucedió poco después de la muerte de mi hermano, víctima del Sida (era, como yo, hemofílico y adquirió la enfermedad a través del uso de hemoderivados coagulantes contaminados). Venía en taxi, a una hora (me parece que había de ser entre cinco y seis de la tarde) en la que varios programas “humorísticos” compiten por la atención de los radioescuchas. Todos -salvo uno de ellos- son hechos por pachucos, nacos, guarangos de la peor laya. Y yo, sentado al lado del chofer, iba oyendo chiste tras chiste: eran homofóbicos, misóginos, sexistas, racistas, xenofóbicos, machistas… no había respeto por nadie.
Yo andaba con el alma tronchada. Y de pronto, uno de estos miserables comenzó a hacer chistes sobre el Sida. “¡Cuán evidente resulta que nadie en su familia ha padecido o muerto de esta enfermedad!” -recuerdo haber pensado-. Para la columna “Tinta Fresca” del siguiente domingo escribí un texto crítico titulado “¿De qué ríen los costarricenses?” Ahí los hacía blanco de amargos y válidos cuestionamientos y reproches. No mencioné los nombres de los “humoristas”.
¿Qué logré con ello? No solo siguieron haciendo sus chistes hirientes sobre los enfermos del Sida, sino que consagraron programas enteros a propagar la infamia de que yo era homosexual (“playo” -me decían-). Según ellos, me habían visto besarme con un compañero periodista en los alrededores del parque La Sabana y en un restaurante en el Paseo Colón. Siguieron refiriéndose a mí en esos términos durante toda la semana. Fingían entre ellos llamadas del público que confirmaba estos “avistamientos” y cosas aún peores. Y esa fue la forma en que se “vengaron” de mi columna.
Como siempre en Costa Rica, el insulto clásico para una mujer es “puta”, y para un hombre es “playo”. No hicieron otra cosa que aplicarme el castigo social de la tribu. No me perturbó en lo absoluto. Lo que de mí pueda decir una manga de tarados de esa estofa nunca tendrá importancia. Pero sus chistes cebados en las víctimas del Sida sí siguieron maltratándome. Carente de todo recurso legal -o ilegal- para poner freno a su masacre, hube de contentarme con no oírlos más. De esto ya hace diecinueve años. Es mi entender que ahora miden con mayor prudencia los blancos de su zafio, vulgar, soez y zahiriente “sentido del humor”. Alguien, en la radio en la cual trabajaban, debe haberlos llamado al orden.
Me apresuro a señalar que no se trataba del espacio Pelando el ojo, obra de humoristas de primerísimo nivel, rebosantes de ingenio, capacidad para la imitación (impersonation), agudeza, y filosa pero saludable mordacidad. No, no eran ellos. A decir verdad, ni siquiera recuerdo el nombre del programilla, como tampoco recuerdo el nombre de los rufianes y malandrines que lo protagonizaban. Mi sentir es muy simple, irreductible y no abierto a debate: no de todo en el mundo se puede ni se debe reír. Hay un momento en que la mofa colisiona con la compasión, la empatía, el respeto y la misericordia, y esta colisión genera un chillido disonante, ríspido, insoportable. La risa es un animalito polimorfo: aun cuando la adoro y aprecio como el que más su valor salutífero, percibo que hay una risa esencialmente perversa, depravada, maligna. Está reñida con la noble noción de la solidaridad. Que Dios me libre de reír nunca de los grandes martirios, los grandes dolores, los grandes sismos que sacuden y fracturan las capas tectónicas del alma humana. Ya permanecer indiferente ante estos suplicios es una actitud suficientemente infame. Reír de ellos es muchísimo más repugnante y censurable. Pienso en estos miserables, y lo único que se me viene a la mente es la exclamación crística: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”.
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