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Foto del escritorBernal Arce

La embriaguez del pensamiento


Un templo prostituido


Jacques Sagot



 

En 1743, en el otrora bellísimo valle de Orosi, un grupo de misioneros franciscanos edificaron, con cañabrava y adobe, un convento que se convirtió en parroquia diez años más tarde, y en 1766 en templo.  Es la iglesia más antigua de Costa Rica aún en funcionamiento.  ¡No había todavía nacido Mozart, Beethoven ni Schubert, cuando la construcción dio inicio!  En 1920 fue declarada Patrimonio Nacional.  A partir de 1996 pasó a ser administrada por frailes diocesanos, y ha sido restaurada en dos ocasiones: 1976 y 1980.  En este último año, el antiguo convento franciscano fue transformado en la sede del Museo de Arte Religioso de San José de Orosi. Es uno de los pocos rincones de Costa Rica donde hay magia, poesía, y el pasado es valorado como presente.  Su estilo es colonial, de tipo misión, con la iglesia y el convento integrados por un corredor.  Las gruesas paredes están fabricadas de adobe, bahareque y calicanto.  Su línea arquitectónica es sobria y sencilla.  La nave izquierda del templo posee dos capillas, llamadas “Bautismal” y “de las Ánimas”.  En la nave central se encuentra el retablo mayor con la imagen de San José, mientras que otros dos retablos se sitúan en las naves laterales.  A la derecha del recinto, está la sacristía, que se comunica con el convento, en forma de L, ubicado al sureste del templo, donde actualmente se halla el Museo de Arte Religioso de Orosi. Ahí se encuentran muchas obras de arte cuyo acabado barroco contrasta con la austeridad del estilo misión.  Posee un patio central, y al sur, un cementerio.

 

No fue sin tremendo forcejeo y a punta de zalamerías, que el entonces ministro de cultura de Costa Rica, don Guido Sáenz González, logró que el obispo de San José aceptara la compra del inmueble por el Estado.  La iglesia estaba en pésimas condiciones, se deterioraba a ojos vistas, y el ministro, con visión dilatada, lucidez ejemplar, y tenacidad de hierro, consiguió que la Iglesia Católica le cediera al Estado el templo.  Luego vino el proceso de restauración y curaduría, que involucró a especialistas traídos de Europa y los más avezados profesionales de nuestro medio.  En 1977 la iglesia de Orosi, remozada, fresca como una adolescente, volvía a exhibir a la comunidad su belleza de Cenicienta, de muchacha por mucho tiempo abandonada, pero que nada había perdido de su lozanía y hermosura natural.  Realmente, uno de los más evocadores parajes de Costa Rica, hacía pensar en las Leyendas de Bécquer y constituía un silente oasis de paz, penumbra y recogimiento.  Un triunfo absoluto para el país, para el ministro Sáenz, para la cultura universal.

 

Pero por supuesto, don Guido no podía prever lo que sucedería con esta joya colonial.  El gobierno no dispuso un punto fundamental para todo sitio que sea declarado patrimonial, según la normativa de la UNESCO.  ¿A qué me refiero?  A que era indispensable crearle lo que se conoce como un “área de amortiguación”, esto es, “ecologizarla”: garantizarle un entorno arquitectónico que la ponga en relieve, no que la anule o invisibilice.  Nadie pondría una McDonald´s al frente de Notre-Dame de París ni de ninguna de las grandes catedrales franco-normandas (Chartres, Reims, Amiens, Strasbourg, Rouen).  Es preciso crearles un ámbito, un “contexto” que no conspire contra su belleza,sino que, antes bien, la realce.  Me remito al ensayo de Jacques Derrida sobre el parergon, donde el filósofo establece que el marco es un elemento propio, consustancial de la obra de arte.  En este caso, el “marco” era un segundo plano constituido por montañas y árboles, y hacia los lados algunas modestas pero dignas casitas.

 

Pues bien, una tarde cualquiera en que fui a visitar la iglesia (esto habría ocurrido a principios del nuevo milenio), me quedé petrificado, alelado, anonadado, al ver que casi al frente del templo, habían instalado una sucursal de una empresa –especie de supermercado– llamada “El machetazo”.  Tan soez y cacofónico como suena, sí.  Esta cadena de tiendas se caracteriza por estar pintadas de un rojo chillón y enceguecedor, sobre el que se escribe, con un amarillo aún más ofensivo, el nombre de la franquicia.  Son colores para llamar la atención desde diez kilómetros de distancia.  Algo obsceno, procaz, encandilante, una verdadera bofetada para la vista.  Así que ahí quedó, el más poético rinconcito de Costa Rica, disminuido, encogido, como avergonzado de yacer al lado de aquel descomunal galerón, almacén gargantuesco, con sus colores de burdel barato o de maquillaje de payaso.  Fue triste, muy triste.  

 

Al frente de la iglesia… pues nada: la inescapable plazoletilla de fútbol con la hierba mal cortada y el terreno lleno de huecos y macollas, y luego los caseríos enrejados e innobles.  Pusieron la esperpéntica bodega justo diagonal a la iglesia.  Destruyeron eso que se llama “atmósfera”, procedieron con la misma ramplonería, chabacanería, ordinariez de todo lo que se hace en Costa Rica.  La fealdad erigida en principio de identidad, en símbolo nacional, en valor patrio.  Eso es este país del que Dios no se acuerda, porque sus habitantes son chuscos endémicos, y que, como bien dice el refrán, “a los tontos ni Dios los quiere”.

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