La embriaguez del pensamiento
- Bernal Arce
- 24 feb
- 5 Min. de lectura
Actualizado: 25 feb
Ambrosía y excremento
Jacques Sagot
Las parcas se refocilaron con una broma de mal gusto el 5 de diciembre de 2017. Mueren, a pocas horas de distancia, el gran escritor, miembro distinguidísimo de la Academia Francesa desde 1973, Jean d´Ormesson, y el vulgar, grotesco y siliconado hasta la monstruosidad cantante rock, pop y yé yé (¡vaya currículum!) Johnny Hallyday (ese no era su nombre, por supuesto: lo “gringuizó” para sonar más “cool”).
La muerte del escritor no pasó inadvertida, pero está claro que el cantantillo fue el titular del día y el más llorado y homenajeado de los dos. D´Ormesson es autor de cuarenta libros, silla doce de la Academia Francesa, donde sustituyó a Jules Romains. Ganó el Gran Premio de Novela de la Academia Francesa, El Premio Ovidio de Rumania, la Legión de Honor, la Orden Nacional del Mérito, fue director del periódico Le Figaro, fue Secretario General del Consejo Internacional de Filosofía y Estudios Humanísticos de la UNESCO. Su obra completa fue publicada por la editorial La Pléiade (cosa que poquísimos autores ven en vida), y se graduó brillantemente de la Escuela Normal Superior, hecho que ya supone un enorme mérito. Fantástico escritor, pensador, viajero incansable, bella pluma, bello ser humano, bella alma.
Mientras tanto, el otro tipejo pegaba brincos y alaridos simiescos en una tarima, la cara llena de colgajos y mechas de colores, tatuados los brazos, desaliñado el vestuario, limitándose a comportarse públicamente como un babuino de Borneo, cosa por la cual lo aplaudían frenéticamente, y amasaba millones de euros. Novecientos mil imbéciles siguieron su cortejo fúnebre a lo largo de los Campos Elíseos, fue objeto de una misa en La Madeleine (¡ya donde tuvieron a Chopin en capilla ardiente durante varios días!) y después lo fueron a enterrar en una isla francesa del Caribe.
Pienso en el poema en prosa “El perro y el frasco”, de Le Spleen de Paris, de Baudelaire. Nada que yo diga aquí podría superar en elocuencia esa extraordinariamente lúcida alegoría. Procedo a transcribirla.
“Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad. Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, se eriza y me ladra, como si me reconviniera. ¡Ah, miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino bazofia cuidadosamente elegida”.
Pero no vayamos tan lejos. La Nación, durante décadas tenido por el periódico de la intelligentsiacostarricense, contó en su Página Quince con plumas como Guido Fernández, Carmen Naranjo, Constantino Láscaris, Teodoro Olarte, Myriam Bustos, Roberto Murillo, Manuel Formoso, José Marín Cañas, León Pacheco, Cristián Rodríguez, Francisco Antonio Pacheco, Carlos Catania, Óscar Arias, Guido Sáenz, Franco Cerutti, Jorge Enrique Guier, Oscar Arias, Santiago Manzanal, Alberto Baeza Flores, Vargas Llosa, Jean Franҫois Revel, Bernard-Henri Lévy, García Márquez. Hoy en día, la Página Quince es un erial, un páramo yerto.
Hace unos años, el periódico tocó fondo publicando un artículo de cinco páginas (una de ellas mostrando en close-up bergmaniano el rostro del homenajeado) consagrado a un cretino, a un atorrante que se hace llamar “El Cabro Macabro”, y se desempeña como maripepino (male stripper) en Miami, donde ha captado miles de seguidoras femeninas. Así que ese es el reportaje, la noticia, y por poco la biografía oficial de fondo que el periódico nos ofrece en esa fecha –que además era domingo, el día de mayor lectura–. El tipejo encarna todos los disvalores imaginables, pero helo ahí, refulgiendo en su nuevo status de héroe mediático. Un pachuco, un naco, un guarango y exhibicionista de la peor estofa. ¡Cinco páginas densas de texto, le consagró La Nación! Este macro-reportaje fue obra íntegra de Victor Fernández, el propagador oficial y reconocido de toda la basura periodística del periódico de marras. ¡Cielo santo! ¿Qué se sentirá, saberse responsable de semejante genocidio intelectual y espiritual? Cuando se mata la inteligencia, el alma y la inteligencia de todo un pueblo, ¿qué importa pasar a su exterminación física? ¿En qué podría ser este segundo crimen más reprensible que el primero?
El 5 de marzo de 2016, muere Nikolaus Harnoncourt, músico de inmensa importancia, una luminaria en el mundo entero, responsable de haber puesto en boga el movimiento consistente en ejecutar la música de los grandes maestros en instrumentos de la época. Hay un antes y un después de Harnoncourt en materia de interpretación musical, de performance practice. En todo el mundo se le rindieron los más sentidos tributos. Desde el punto de vista histórico, no hay un ejecutante e investigador que haya generado una revisión tan honda del arte de la interpretación musical. La Nación no sacó una línea sobre esta lamentable pérdida. Pero “El Cabro Macabro”, cuyo máximo mérito ha sido exhibir sus nalgas y genitales para deleite de una manga de viejas histéricas, se hace acreedor a cinco páginas, incluyendo una foto de tamaño monumental. Sobran los comentarios. Le mencioné el hecho a Armando González, su director, y fue como hablarle a un individuo sumido en estado de coma profundo. Víctor Fernández, el gacetillero que durante décadas ha excretado el suplemento “Viva” y la “Revista Dominical” publicó el artículo como si de los rollos del Mar Muerto se tratase. Tal cual la concibió la laureada periodista Larissa Minsky, la “Revista Dominical” fue un espacio de gran jerarquía. Víctor Fernández la charraleó inmisericordemente.
Armando González es un intelecto de primer orden, y uno de los periodistas más valientes que nuestro país ha producido. Considero, sin embargo, que afanado como estaba por salvar a su periodiquillo del naufragio económico, descuidó completamente los contenidos, la calidad de todo cuanto en él se publicaba. Por lo que a Víctor Fernández atañe, es un periodista con oficio, métier, savoir faire, que conoce perfectamente la logística de su profesión. Empero, tiene un problema descomunal: es un hombre abismalmente inculto, y eso le puso el techo a la altura de su cabeza, y le impidió crecer intelectualmente. Sin cultura nadie puede aspirar a ser un gran periodista, a lo sumo un pasable gacetillero.
He aquí La Nación, para todos ustedes, queridos lectores. Que las futuras generaciones sepan qué papel jugó este inepto y chusmero pasquín en la demolición de nuestra cultura, el más importante pilar de toda democracia.
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