¿Causa de la muerte? Incapacidad para el diálogo
Jacques Sagot
Es homosexual. Y lo es de manera ardiente, explosiva, salvaje. Tiene treinta y seis años, y vive con sus padres, a quienes no ha revelado el secreto de su orientación sexual. Ellos sospechan… ciertas llamadas a altas horas de la noche, mancebos excepcionalmente apuestos hacia los que suele gravitar, jamás en su vida se le ha conocido una novia, siquiera una amiga… Pero nunca ha confesado su inclinación y los padres saben sin saber, no saben sabiendo, barruntan, conjeturan, proclives siempre a creer que no hay nada anormal con su hijo, que su evitación de las mujeres es un simple trait de caractère.
Nadie en la familia osa tocar el tema. Es, por definición, aquello de lo que no se habla. El asunto, apenas insinuado, es sepulto inmediatamente bajo toneladas de silencio. Es lo indecible, lo inefable, lo innombrable. Hipótesis conjeturales circulan a veces en voz con sordina, la voz casi silente con la que se hablaría de un gran crimen. Una vez más, la familia comete el error de no hablar justamente de aquello que es perentorio hablar. Yo sé de su condición. Lo sé por diversos colegas artistas en varios campos: danza, teatro, músico, coros, cine… Es promiscuo y temerario. Juega con su vida. Por poco podría creerse que quiere intencionalmente contagiarse del Sida. Esta tanásica voluntad es tanto más perturbadora por cuanto me ha visto a mí sufrir con el VIH provocado por mi condición hemofílica, superar los estragos gástricos que las pastillas producen, el terror permanente a las infecciones, cada estornudo que se asume como una incipiente manifestación de neumonía, el conteo de células CD4, el conteo de la carga viral, unos números que suben, otros que bajan… y la víctima con el alma colgando de una maldita cifra, el efecto castrante del Sida, la angustia, la dificultad de encontrar una compañera en tales circunstancias, el estigma social, lo onerosos que son los medicamentos que se deben tomar para atenuar los efectos colaterales de las terapias antivirales… Todo eso y mucho, mucho más lo ha visto.
Y sin embargo, su promiscuidad es desaforada, bestial, y su coqueteo con el peligro llega, creo yo, a la tanatofilia. Una parte de él quiere morir. Un amigo me dice haber tenido relaciones con él, y prima facie, me relata que lo que brotaba de su recto lacerado era, por poco, una fuente de sangre, que salpicaba la cara, las paredes, las puertas de su casa… y aun así persistía en seguir siendo penetrado. Atroz, irreprimible vocación de muerte. Historias parecidas o más escabrosas me fueron narradas por varios hombres del medio artístico nacional. Lo vi flirtear, lo vi mesmerizado a la vista de un bello cuerpo masculino, lo vi pedirme que me fuera a esconder en el cuartito que era mi apartamento, mientras él trataba de seducir al galán con toda comodidad y sin inhibición alguna en el restaurante de la residencia estudiantil en la que a la sazón vivía yo.
Y bueno, sucedió lo inevitable: testó positivo para el virus del Sida. Teniendo en casa el ejemplo del horror que esto significaba lo buscó, lo intentó, se lo procuró por todos los medios posibles. Él quería tener el Sida. Y para ello hay una razón muy sencilla. Darles a los padres la primicia de la homosexualidad no es fácil ni lo será nunca, me temo. Más aún en las latitudes del trópico húmedo, donde la imagen del macho tiene una enorme presencia y prestigio social. El padre era un viejo promiscuo y corrupto. Compartía con él y su hija (reptil traicionero y desleal) la proclividad a cultivar una sexualidad múltiple, desaforada, incoercible… un perfecto zaguate. Bien conocí sus constantes guarrerías sexuales: sé de lo que hablo.
Así las cosas, la estrategia del pobre hijo solo podía ser esta: venderles a los padres la noticia de su homosexualidad (hasta ahí solo obtendría reproches, santiguadas, la estúpida madre que se persigna y lo rocía con agua bendita, el padre que recibe la noticia cejijunto, la vergüenza de los primos, los tíos, los amigos de la familia… el hundimiento del Titanic), pero al venderles la primicia de su homosexualidad “en combo” con la revelación de su seropositividad, evidentemente los padres amorosos y preocupados por la salud de su hijo prevalecerían sobre los padres censores, legisladores y severos. Y su estrategia funcionó a las mil maravillas. No fue objeto de la menor sanción. Toda la energía parental se abocó a la búsqueda de una solución médica, y se olvidó de las filípicas de orden moral o ético.
Y fue así como, por falta de comunicación, un pobre hombre se contamina deliberadamente con el Sida a fin de poder sacar al sol, como noticia adlátere y de menor importancia, su homosexualidad. Triste, muy triste, por cuanto había otras maneras de confesar su homoerotismo sin necesidad de adquirir el siniestro dije que viene con ella. Hoy en día trae a casa a sus amantes, sus padres lo oyen hacer el amor desde el primer piso, lo oigo yo, me cuesta a veces dormir con el rítmico, perfectamente isócrono traqueteo de la cama. Temprano en la mañana, el pobre padre sube las gradas con un par de jugos de naranja, algunas tostadas, y la primera infusión de pastillas retrovirales. Al abrir la puerta, se topa a su hijo durmiendo desnudo, abrazado al cuerpo de su amante. En tales casos deja la bandeja discretamente sobre la mesa de noche, y baja de puntillas las escaleras, tratando de no despertarlos. Todo eso lo he visto, sí.
Los padres atraviesan la predecible crisis de culpabilidad: ¿en qué fallamos en nuestra educación, puesto que produjimos un hijo homosexual? Esa no es la pregunta. No tiene la menor importancia, puesto que ya no van a tener más hijos. La pregunta es ¿por qué no propiciamos el diálogo franco, abierto, no condenatorio, de modo que nuestro hijo pudiese vivir su vida de homosexual sin tener que contraer deliberadamente el Sida a fin de darnos una doble noticia, donde el dramatismo de la enfermedad iba, naturalmente, a relegar al segundo plano toda consideración moral, religiosa, ética, burguesa sobre su inclinación sexual? Jamás se ha arreglado un conflicto, en ningún ámbito concebible de la sociedad, si no es hablando de él, mostrando las cartas de la baraja, analizando la partida y viendo cuál es la mejor continuación que podemos darle. Si hay una prórroga los ayudantes y analistas del jugador deben saber cuál es su movida sellada. De lo contrario su asesoría es completamente estéril.
Resulta inmensamente útil –aun cuando incómodo– reflexionar en torno a aquellas cosas sobre las que no nos gusta hablar. Quizás en eso radique justamente el problema. El silencio, el bozal, el furtivo golpe de la escoba que barre la basura bajo la alfombra es la peor de las opciones. Un estallido volcánico que ganará en violencia y poder de devastación con cada día que pase. Una bomba de tiempo. La posposición del impacto no hará otra cosa que aumentar su sísmica potencia.
Creo en el diálogo.
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