Esa trampa mortal llamada relativismo ético
Jacques Sagot
Kant nos taladra en la conciencia que decir la verdad es un imperativo categórico, un mandato innegociable, un principio ético que debe observarse en cualquier circunstancia concebible. Pues bien, imaginemos que estamos en la Segunda Guerra Mundial. Yo doy asilo en mi casa a un judío altamente codiciado por la Wehrmacht. Lo escondo en la cava de mi sótano, lo atiendo y alimento. Un buen día un soldado nazi toca a mi puerta y me pregunta si estoy encubriendo a algún prófugo judío. Si digo la verdad, estaría traicionando a mi huésped, arrojándolo a las garras del suplicio y de la muerte. Por supuesto que en esa situación mentiría.
Otro caso: una madre y su hijo sufren un accidente automovilístico. El hijo muere instantáneamente. La madre lo sobrevive por dos días, apenas consciente. Cuando el médico –que sabe que a la señora solo le quedan horas de vida– llega a examinarla, ella se prenda de él con la mirada, y le pregunta: “Mi hijo, doctor, ¿cómo se encuentra?” Para no anegar en indecible dolor los últimos momentos de la anciana, el doctor le miente: “Por su hijo no se preocupe, señora, ya le dimos de alta, y es probable que venga a visitarla mañana”.
Sí: Jesucristo nos ordenó no mentir. Pero también nos ordenó amar al prójimo, correr en su auxilio, dar de comer al hambriento y de beber al sediento, ofrecer techo al mendigo, proteger a aquellos que una “justicia” inicua persigue, y confortar a una pobre anciana cuya última bocanada de gozo consistirá en saber que su hijo vive, y gracias a eso morirá en paz. El problema con los mandatos bíblicos es que muy frecuentemente colisionan entre sí, y nos fuerzan a tomar una decisión, a ejecutar el acto de la sindéresis: el discernimiento entre el bien y el mal. El purismo kantiano, en su inhumana psicorrigidez, se convierte en una aberración ética, una intransigencia, mero fanatismo ciego, inflexible, intolerante.
Otro dilema ético. En todas las culturas del mundo se nos insta a ser honestos, a no engañar a la gente, a rendir culto a la verdad. Sin embargo, ¡oh prodigio!, en el mundo del deporte campea soberana la mentira. Un jugador de fútbol que ejecuta una finta, un amago, una gambeta, un túnel, un quiebre de cintura, engaña, estafa, miente y burla a su rival. Garrincha, el más egregio driblador de la historia, cimentó su gloria mintiendo: cada uno de sus amagos y juegos de piernas era una mentira: pretendía que iba a doblar hacia la izquierda, y en el último instante quebraba hacia la derecha (o viceversa), dejando al defensa cubierto de ridículo, tendido en el suelo. Esto es estafar, engañar, timar, mentir. Garrincha es el más glorioso mentiroso en la universal y milenaria historia de la mentira… ¡y el mundo lo celebra e inmortaliza por ello! Un delantero que finge cobrar un penal hacia la derecha y finalmente lo dispara hacia la izquierda es también un mentiroso profesional, y se cotiza altísimo por ello. El jugador de póker que “bluffea” a su rival se vale de un recurso aplaudido universalmente en este deporte: es un redomado farsante.
Algo más: el elitismo (la vasta mayoría de los que lo critican ni siquiera saben lo que significa) es sancionadísimo en la esfera cultural. Si yo me niego a tocar “La cucaracha” en un recital al lado de obras de Bach, Beethoven, Brahms y Liszt, soy un “elitista” (y a eso añádanle “euorocentrista”, “clasista”, “culteranista”, “arrogante” y otras memeces de ese jaez). Así que satanizada ha quedada la noción de “elitismo” (que, de nuevo, la gente usa sin comprensión verdadera de su sema). ¡Ah, pero si nuestra selección de fútbol logra un buen resultado mundialista, si cualquiera de nuestros deportistas obtiene una medalla olímpica, corremos a llenarnos la boca proclamándolos “atletas de élite”, “jugadores de élite”, “figuras de élite”! ¿En qué quedamos entonces? ¿Es el elitismo un antivalor en el campo de las artes, pero un valor apreciadísimo en el mundo deportivo?
Realmente, somos una maraña irracional de aporías, antinomias, oxímorons y contradicciones: no hay coherencia alguna en un sistema axiológico que, a todas luces, está lleno de prejuicios y paralogismos.
Un hombre en el campo de batalla logra matar a sesenta enemigos en la trinchera rival. Es declarado héroe nacional, paseado en un convertible por la Quinta Avenida de Nueva York, bañado con épaulettes, galardones, laureles, insignias, bajo una lluvia de confeti y serpentinas, y la delirante ovación de la multitud. Un asesino serial mata a sesenta personas, y es decretado un monstruo social, un peligrosísimo psicópata, y le aplican la horca, la inyección letal, el fusilamiento y, por si acaso sobreviviera a estos tres suplicios, la silla eléctrica. Cierto: el soldado obedecía órdenes, pero su causa no era necesariamente justa: quizás su ejército y su país estaban invadiendo y colonizando a una pacífica nación para quitarle su petróleo o sus ricos depósitos de uranio. Estas oscuras motivaciones, ¿no hacen de él un asesino en serie dentro del contexto del terrorismo de Estado, de esa ley acomodaticia y parcial que beneficia a unos y perjudica a otros? ¿Una ley legítima pero injusta, incorrecta, inmoral, antiética? ¿Sesenta cadáveres hacen de un hombre un benemérito de la patria en una circunstancia, y un asesino desalmado, un caníbal, un íncubo del averno en otra?
Como dice Brecht por boca de su Madre Coraje: “No dejaré que me hablen mal de la guerra. Dicen que destruye a los débiles, pero esos revientan también en la paz. La verdad de las cosas es que la guerra alimenta mejor a sus hijos”. Y en efecto, la Madre Coraje y sus hijos son parásitos de la guerra: como buitres y hienas, andan siguiendo en su carromato los campos de batalla, para vender sea los servicios de una prostituta, de un capellán de pacotilla, de un cocinero, y recoger cualquier trasto todavía utilizable de los campos de batalla. Son bichos carroñeros. Viven de la guerra, son excrecencias humanas de la guerra, los alimenta la guerra, pasan prendidos de sus pródigas ubres de madre maligna y tanásica.
Pero, ¿no hacen lo mismo los grandes fabricantes y vendedores de armas del mundo entero? Estos mercachifles de la muerte, estos sembradores del dolor que llenan los surcos labrantíos del planeta de sangre y vísceras humanas, ¿no son también parásitos de la guerra? ¿Y qué nos dice el hecho de que los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU sean precisamente los más grandes fabricantes y exportadores de armas del mundo: los Estados Unidos, Rusia, China, Francia e Inglaterra? ¡Cielo santo: es una ironía tan macabra como poner a Hitler al frente del Consejo de los Derechos Humanos de la ONU, o a Herodes a dirigir el Patronato Nacional de la Infancia!
Todo esto nos lleva a una gravísima conclusión: la ética es relativa. La ética del cura párroco no es la del político. La ética del soldado no es la de la monja cisterciense. La ética del deportista no es la del filósofo. La ética del artista no es la del predicador. La ética del policía no es la del ladrón. La ética del opresor no es la del oprimido. No es posible, por lo tanto, siquiera soñar con una Declaración Universal de los Derechos Humanos. No hay un individuo, clan, comunidad, pueblo, ciudad, país, civilización que no tenga su código ético, y una percepción por poco instintiva del bien y del mal. Hasta ahí vamos bien. El problema es que lo que es bueno para unos es malo para otros, y viceversa.
Está claro que un político tiene que mentir: afirmando falsedades o bien ocultando verdades que no le conviene ventilar. Agrandará lo que lo favorece, minimizará lo que lo perjudica. No existe la transparencia ni la sinceridad acrisolada en el mundo del político. Es cosa que Maquiavelo recomienda y aplaude: tal es la esencia de la Realpolitik. Un político de cuyos labios no manara más que la prístina, inmaculada verdad, que jamás instrumentalizara a otros seres humanos, que no empujase por aquí, zancadillase por allá, pellizcase por este lado, y mordiese por aquel otro, podrá sercanonizado y declarado un modelo ético para la humanidad, pero una cosa es segura: ¡jamás será presidente! Su probidad como ser humano le impedirá cultivar ese coeficiente de marrulla, de maña, de astucia, de frío cálculo, y de manipulación de los hechos que necesita todo político a fin de ser consagrado presidente. La mentira es consustancial e inherente a la política. El político que no miente podrá ser un admirable ser humano, ¡pero un pésimo político! Es un hecho que Maquiavelo teorizó admirablemente en su magnum opus, El Príncipe, y que el político y periodista Ludwig von Rochau llamó en 1853 Realpolitik. La theoria cede su lugar al pragma. En la ética del cura párroco, por el contrario, la verdad es sagrada e inadulterable. Su visión de la vida no es pragmática, sino ideal y conceptual (con la peligrosa rigidez que esta actitud conlleva).
Será lo que haya de ser. Me siento feliz de formar parte de la aventura humana sobre el planeta. Con todo y sus chillonas disonancias, sus aporías como el monte Everest, sus desgarraduras y disensiones, el animal humano es fascinante. “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”.
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