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La embriaguez del pensamiento

Foto del escritor: Bernal ArceBernal Arce

Sub umbra


Jacques Sagot




Bajo las lápidas de su gélido vecindario se arrastran los muertos, y van cavando redes de túneles subterráneos.  El visitante desprevenido ve de pronto la tierra ceder bajo sus pisadas, y advierte que la superficie del cementerio no es más que una cáscara huera y deleznable, presta a colapsar como las madrigueras de los topos.  Reptan los muertos a través de sus subterráneas galerías.  Sus uñas se han descuajado de tanto horadar la tierra, sus bocas están llenas de raíces, y en sus cuencas hierven las larvas, pero ellos no cesan de arrastrarse, buscando el exutorio que habrá de conducirlos una vez más hacia la luz. 

 

¿No se han visto ustedes a veces sorprendidos por un vago rumor que pareciese provenir de debajo del piso, del fondo de las cloacas y de los sótanos?  ¿No han visto los manojos de hierba hundirse de pronto bajo la tierra, como arrebatados por ávida mano?  Yo los oigo sin cesar, en particular cuando el silencio de la noche redobla la acuidad de mis sentidos.  Los oigo proseguir incansables su sordo trabajo de carcoma, minando la superficie del planeta hasta conferirle la consistencia de los maderámenes podridos, que parecen intactos, pero en el momento menos esperado se desintegran bajo nuestros pasos.  Ciudades enteras reposan ya sobre el vacío.

 

París entera está asentada en una tierra socavada como una nuez huera.  Y desde los cementerios del Père Lachaise, Montmartre, Montparnasse y Des Batignolles, los muertos van mordiendo las raíces y horadando sus túneles.  Los célebres como los anónimos.  Los próceres de la patria como los hombres sin rostro que fueron arrojados a la fosa común.  Con igual tenacidad, lentos, lentos, lentos…  Pero implacables.  “Sin prisa y sin pausa, como los astros del firmamento” –hubiera dicho Goethe–.  Y naturalmente, tarde o temprano terminan por desembocar en las galerías e intrincados conductos de las líneas de metro.  Ya he reconocido a algunos.  Se confunden con los vivos…  Porque estos van tan aprisa y caminan tan absortos en sus pequeños infiernos privados, que no se dan cuenta de sus presencias.  Pero yo soy un atisbador, y camino lento.  Los he visto, ya lo creo que sí.  Sus subterráneos pasadizos inevitablemente convergen en los meandros del metro.  Ahí salen, y vuelven a integrarse a la turbamulta.

 

¿Su hedor, su esquelética apariencia, sus uñas erosionadas a fuerza de excavar, la palidez de sus semblantes?  Por doquier se ve ese tipo de apariciones, en París.  A nadie asustarían.  Avanzan por los túneles, y burlan el paso del tren…  A tal punto se han desmaterializado, que el chofer no los advierte, y sus cuerpos no crujen bajo las ruedas del vehículo.  Nadie, jamás, en lugar alguno del mundo, ha aplastado a una sombra. 

 

Cansados de oír desde sus laberínticos habitáculos el ruidoso avatar de los humanos, se aprestan a subsumirnos en su mundo de tinieblas.  Celosos del vivir, nos retrotraerán a su elemento, nos harán por siempre residentes de su universo subterráneo. 

 

Agucen los oídos, y podrán ahora mismo escucharlos: un rumor distante, cóncavo, torvo y gimiente.  Beware Macbeth, beware!

 

Que no nos engañe la melancólica paz de los cementerios cuando la tarde sobre ellos se desangra.  Ni el agua ni los muertos están nunca en reposo.

 

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