La falsa y aberrante “lógica” de los envidiosos
Jacques Sagot
“Cuando un rico muere, nadie lo llora”. Una manifestación más del purulento resentimiento de los “pobrecitos” de este mundo, que Nietzsche desnudó tan acertadamente.
El eunuco propugnaría la abolición del sexo. El ciego propugnaría la abolición de los colores. El pobre propugnaría la abolición del dinero. El enano propugnaría la abolición de la altura. El feo propugnaría la abolición de la belleza física (es lo que Saint-Exupéry hace, al decretar que “Lo esencial es invisible para los ojos”, con lo cual logró dibujar una sonrisa de alivio en los rostros de todos los feos de este mundo). Los avaros propugnarían la abolición de la generosidad. Los esmirriados propugnarían la abolición del músculo. Los tontos propugnarían la abolición de la inteligencia. Los ignorantes propugnarían la abolición del conocimiento. Los sordos propugnarían la abolición de la música. Los locos propugnarían la abolición de la lucidez, “and so on and so forth”.
¿Así que nadie llora en los entierros de los ricos? ¿Son todos universalmente odiados? ¿Por principio, por definición, de manera apodíctica? Hay muchísimos pobres a los que nadie llora ni echa de menos tampoco. Esta sandez es la fétida expresión de la más infecciosa envidia. No puede ser tomada en serio por nadie. Es una falacia dictada por la celotipia, el resentimiento y la mezquindad. Y además, lo que se conoce como “falacia por generalización precipitada”.
“Prefiero ser feliz que ser rico”. He aquí, de nuevo, la falacia de la falsa disyuntiva. Tan estúpido como decir: “prefiero tener pies que manos”. Y la falacia “a contrario sensu”: de tal aserto se seguiría que la riqueza es absolutamente incompatible con la felicidad. Aun más: sería la definición misma de la infelicidad. Esta estupidez se cae de puro obvia. Es innecesario elaborar tesis alguna en torno a ella. Cierto: Séneca, Epicteto, Marco Aurelio y otros grandes pensadores estoicos alertaron mil veces a sus alumnos para que no pusiesen sus afanes todos en la mera consecución de la riqueza material. Pero también dijeron que la suntuosidad era sin duda una condición deseable para cualquiera. Lo que les parecía esencial era que el dueño de esa riqueza no se convirtiera en esclavo de sus placeres y posesiones materiales. Séneca se cansa de enfatizar este punto en su ensayo “De la felicidad” (“Vita beata”).
“El dinero no lo es todo en la vida”. Pues por supuesto que no, lo cual no significa que tenerlo no sea cosa recomendable y útil. Evoco a Groucho Marx: “Claro que en la vida hay cosas más importantes que el dinero… el problema es que esas también cuestan dinero”. ¿Así que de que el dinero no sea todo en la vida se sigue que sería mejor carecer por completo de él? Pero, ¿es que entonces no nos daremos por satisfechos con nada que no sea todo en la vida? ¡Vaya veleidades, vaya ambición, vaya pecado de “hybris”! Si el dinero no lo es todo en la vida, su ausencia es aún menos. Menos que el “no todo” del dicharacho en cuestión.
Todo esto es psicología popular para los pobres, los de dinero, sí, pero también los de espíritu, donde “espíritu” significa inteligencia, honestidad intelectual, lucidez. La seudofilosofía de los indigentes, los miserables, los limosneros, los mendigos… De nuevo, este tipo de aberraciones intelectuales deben ser deconstruidas invocando en nuestra ayuda a Nietzsche: es la moral del vasallo, del débil, el valetudinario, el enfermo, que no quiere ser aplastado por el señor, el ser fuerte en espíritu, en cuerpo y en recursos, ese que natural y sanamente aspirará siempre a expandir su “Lebensraum” (su espacio vital). Vieja historia. Vieja como el mundo, como la envidia, el resentimiento, el rencor y la ladina “ideología” del ser inherentemente débil y enclenque.
Estas magulladas criaturas representan el “Estado mayor de la envidia” (Ortega y Gasset), su verdadera filosofía es el “cainismo”: son corifeos de Caín, y su rencor es más de orden teológico que social. Es al Padre a quien realmente quisieran dirigir sus reproches, pero puesto que esto los convertiría en herejes y blasfemos, optan por conspirar contra sus más afortunados e inteligentes hermanos. Se trata del “Síndrome de Salieri”: no podía entender, el pobre hombre –que no era un inepto: su música es sin duda valiosa– cómo Dios le había hecho la gracia del genio a una criatura pueril, obscena, chillona como Mozart, y a él –pío, fiel, devoto, beato– le había apenas concedido algún grado de talento. No es a Mozart a quien odia: es al “repartidor de dones”, condición que es incapaz de admitir aún ante sí mismo. Y claro, la única forma de castigar al Padre era destruyendo a su hijo “predilecto” (según su limitada comprensión de la vida). El problema de Salieri es de índole teológico, no humano. El mundo está lleno de Salieris: conviene rehuirlos y jamás ripostar a sus acechanzas.
Ninguno de los dones que he mencionado es inherentemente malo. Antes bien, son venturanzas, excelencias, facultades y condiciones que deberían movernos a la admiración y la emulación. La peor de las tarugadas consistiría en demonizarlas. La persona realmente humilde no verá esos privilegios –o conquistas logradas en buena lid– como abyecciones generadoras de acrimonia y de nuestra más draconiana censura. La humildad tiene el inmenso valor agregado de venir siempre acompañada por el buen juicio y la benevolencia (de lo contrario no es más que falsa modestia e inquina disfrazada de hermana de la caridad). ¿Ser apuesto? Es una excelencia. ¿Tener mucho dinero? Es una excelencia. ¿Ser muy inteligente? Es una excelencia. Hasta ahí no hay absolutamente nada reprensible en tales bondades. Claro está: la apostura física, la fortuna material y la inteligencia excepcional pueden ser pervertidas por la ambición, la crueldad, al afán de dominación y convertirse en auténticas calamidades. Pero en este proceso degenerativo ni la belleza física ni el dinero ni la inteligencia tienen nada que ver: es el núcleo ético humano, el que puede enfermarse seriamente –a veces incluso morir–, y entonces nuestra alma se convertirá en un zoológico donde todas las jaulas son abiertas a la señal misma de Satán: pulularán por doquier los reptiles, los depredadores, los animales ponzoñosos, y la vida se convertirá en una universal carnicería.
Todo cuanto sea excelso, bello, noble, admirable en los seres humanos, merece ser aplaudido y emulado. Es una ley cartesiana, axiomática, como decir 2 + 2 = 4. No hacerlo revela mezquindad y pequeñez: lo propio de los corazoncillos negros, diminutos y arrugados como pasas. Hay gente que es naturalmente envidiosa (¿se tratará por ventura de un trastorno de origen genético?) Las he conocido por centenares. He tenido que escampar sus zarpazos y corrosivos salivazos. Sé de lo que hablo.
Diré algo más. Algo muy grave. La envidia es un mal endémico de los costarricenses. El escritor Ramón Menéndez Pidal lo consideraba un defecto característico de la cultura y sociedad españolas. Si esto es cierto, no hay duda de que los costarricenses tomamos esa lamentable heredad y la depuramos hasta la perfección. Parafraseando la famosa fórmula de Sanguinetti, yo diría que “donde haya un costarricense, esté donde esté, habrá envidia”. Es triste decirlo. Más que triste: profundamente trágico, pero es la verdad. He recorrido el mundo, siempre departiendo con colegas en diversos frentes: música, literatura, diplomacia, enseñanza. Y mi sentir es que en ninguno de los grandes países donde viví (Estados Unidos, Francia, México) y en ninguno de los que visité, la envidia tenía una presencia tan pestilente, tan desvergonzada, tan palpable, tan viscosa, desparramada sobre la totalidad de la superficie social. Es como una alimaña enquistada en nuestras almas, algo que reptara a lo largo de nuestros huesos e inficionase nuestra sangre con humores putrefactos y deletéreos tósigos. Costa Rica es un país enfermo de envidia. Más que cualquiera de las naciones latinoamericanas donde he llevado mis correrías. Es “El Mal Nacional”, así escrito: con mayúsculas. Guárdense de creer, amigos y amigas, que se trata de una dolencia universal: hube de moverme en los círculos más competitivos que fuera posible concebir (ahí donde la envidia suele hacer reventar sus pútridas póstulas) y jamás percibí otra cosa que un sano espíritu de contienda, de concurso, sí, pero vivido de la más diáfana y noble manera del mundo.
Y no progresamos. La envida: apestosa a caballeriza, a porqueriza, a mesón y pajar, a poblachón diminuto y provinciano. La verdad de las cosas es que así seguimos autopercibiéndonos, y el cainismo sigue nublando nuestro juicio y nuestras acciones. Es un rasgo estructural (es decir, no modificable) de la psique individual y colectiva de los costarricenses. Moriremos chapaleando en ella, como sapos o culebras. Cuando alguien les pida una definición de subdesarrollo, respondan, con absoluta autoridad: es la envidia, cuando contamina a todo un pueblo y se convierte en una tácita pero monolítica institución nacional.
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