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Foto del escritorBernal Arce

¿Qué tal un poco de fair play en el uso del lenguaje?

Jacques Sagot

En nuestra rupestre y aldeana Costa Rica la figura del director técnico ha sido objeto de diversas aberraciones.  La retórica del fútbol se ha enfermado: es el producto de locutores, comentaristas, dirigentes y periodistas delirantes, jamás acreditados residentes de la logosfera, del mundo de las palabras.  


Ahora resulta que cualquier naco, pachuco, guarango, ignorante que haga las veces de técnico, es filósofo.  Los locutores hablan de “sus filosofías de juego”.  No solo es el individuo de marras autor de un sistema filosófico sino, por lo visto, de muchos.  ¡Cielo santo: tenemos una sucursal de la venerable Academia de Atenas, fundada por Platón redivivo, aquí en el trópico húmedo!  ¿Serán filosofías de perfil peripatético, idealista, empirista, materialista, existencialista, vitalista, fenomenológico?  Señores: no se debe abusar de las palabras, no se las puede sobajear, subutilizar, corromper, en suma: charralear.  La filosofía es una de las más altas manifestaciones del espíritu.  Hablar de una “filosofía futbolística” es una pomposidad, una grandilocuencia simplemente inaceptable: movería a la risa, si no fuera porque más bien genera cólera.  Para eso hay otras palabras: estrategia, táctica, sistema, estilo, planteamiento, propuesta, esquema, estructura.  Pero no: resulta que nuestros técnicos son los Aristóteles, Descartes, Hegel, Kant y Jean-Paul Sartre del fútbol.  ¡Por favor, amigos, un poco de sobriedad y seriedad!


Por su parte, los jugadores se refieren a los técnicos como “profesores”.  ¿De qué, en nombre de Dios, pueden ser profesores estos imberbes, novatos, incultos y zafios personajes?  De nuevo, estamos banalizando una palabra sagrada: la noción de maestro, de docente, de ese gran profesor que postulaba Montaigne, y cuya misión con los alumnos consistiría en “encender un fuego, no en llenar un vaso”: el fuego sacro del conocimiento y la sabiduría.  No veo cómo, por ningún lado que se le contemple, podría un señor como el técnico actual de Paso del Chancho de Chirraca de Acosta condecir de ese perfil ético y profesional, sublime entre todos, que llamamos “profesor”.  Todavía aceptaría que le digan “profesor” a venerables ancianos y zahorís como Menotti, Zagallo, Michels o Sir Alex Fergusson, quienes revolucionaron el fútbol y formaron legiones de jugadores de histórica dimensión –ahí su faceta de pedagogos se ve justificada–.  ¿Pero nuestros tecniquitos de potrero?  ¿Llamarlos “profesores”?  Es desemantizar la palabra, vaciarla de su original –e inmenso– significado.  Nuestro fútbol ha generado una retórica tan cursi, bombástica e inapropiada, que urge llamarla al orden.  Señores: un poco de respeto con los conceptos verdaderamente grandes de la cultura.  No seamos tan maiceros, deslumbrados y bocones: el fútbol es una cosa muy, muy chiquitita en la macrohistoria humana.  No lo perdamos de vista.


Tercer engendro lingüístico: aludir a “la era Pinto”, o “la era Floro”, o “la era Ramírez” para referirse a los dos, quizás tres años en que un técnico estuvo al frente de un equipo.  De nuevo, la grandilocuencia, la cursilería y el mal uso del idioma.  Una era corresponde a un período histórico de millones de años.  El término se usa en geología (eras geológicas), en el desarrollo de la vida sobre el planeta (la era mesozoica), o las diferentes eras en la evolución del universo (que se miden en eones).  Para hablar de esos dos o tres pingües años (con frecuencia menos que eso) en que un técnico estuvo al frente de un equipo, hay otros términos: “los años de Pinto”, “la época de Pinto”, “el período de Pinto”, “la fase de Pinto”, ¡pero no “la era”, por el amor de Dios!  ¿De dónde procede esta tendencia retórica a la hinchazón, a la hipérbole, a la desmesura, a la grandilocuencia, a lo bombástico y lingüísticamente inapropiado?  Es un vicio que ha cundido en los medios futboleros costarricenses, que he señalado con frecuencia, pero que persiste, y tiende a empeorar con los años.


Pero ahí no terminan los sobajeos y varapalos que nuestros locutores y comentaristas deportivos le infligen cada fin de semana al idioma español.  Ahora han puesto de moda el verbo “referenciar”: “el puntero no “referenció” al centro delantero, y por consiguiente no le pasó el balón”.  “El defensa central no referenció la subida del mediocampista, y este le robó la posición y anotó un gol de cabeza”.  Así que ya no se usa el verbo “ver” sino “referenciar”.  ¿Qué dirían ustedes de un individuo que se exprese en estos términos: “Ah, qué alegría me da referenciarte, hacía mucho que no nos referenciábamos.  Dame tu número de teléfono para ponernos de acuerdo y referenciarnos con más frecuencia”? 


Por otra parte, ahora los futbolistas no reciben el balón: lo “recepcionan” o lo “receptan”.   ¿Pueden ustedes imaginarse alguien que diga: “tengo que recepcionar en mi casa a unos amigos que vienen a visitarme”, o “debo ir a receptar al aeropuerto a recepcionar a unos familiares que llegan al país esta tarde”?  La cursilería, la pomposidad, la pretensión de sonar “elegantes”, “sofisticados”, cuando no son más que una manga de cafres, zafios, pachucos e ignorantes.  Bien harían en hablar lo menos que fuese posible, y no andar inventando archisílabos que nada añaden semánticamente a las perfectamente legítimas palabras que tenemos para tales efectos: “ver” y “recibir”.  


La última serendipia, el más reciente hallazgo de estos géiseres de diamantes lingüísticos ha sido el verbo “aperturar”.  “Los hombres en punta no han logrado aperturar la defensa rival, pese a haber intentado con jugadas de bola fija, disparos de larga distancia y juego por las puntas”.  De nuevo: ¿qué dirían ustedes de mí si les salgo mañana con frases como: “no logré aperturar el libro en la página correcta”, “perdí las llaves y no puedo aperturar el portón de mi casa”, “sos muy tímido, tenés que aperturarte un poquito más a la sociedad”?  Pues dirían que soy un lunático, un delirante glosolálico, acaso un “iluminado” que “habla en lenguas”.  Todo esto es tan kitsch, tan chusco, tan rebuscado, tan resobado, tan arbitrario e irritante que… no, mejor no escribo lo que pienso.   


Violadores del idioma, deseducadores, anti-pedagogos, corruptores de la lengua…  Una verdadera pandemia, y mucho más virulenta que el Covid-19.  Lo he dicho y seguiré diciéndolo hasta los relojes de Dalí terminen de derretirse: nuestros locutores y comentaristas deportivos no pueden locutar ni comentar… ¡porque ni siquiera saben hablar!  Tal parece que están empeñados en crear un idioma nuevo, con sus barbarismos, esperpentos, mamarrachos, pseudo-neologismos y archisílabos perfectamente innecesarios.  Toda persona que se inscriba dentro del mágico rectángulo de una pantalla televisiva, en una tarima, en un balcón, o en el mero suelo, armado de un  megáfono, adquiere un aura de prestigio, de autoridad.  La gente la escucha, y la imita.  


Nadie les está pidiendo que sean oradores del postín de Pericles, Napoleón o Bolívar.  Tan solo que usen el español pulcramente, que lo acaricien y toquen con esmero, que no lo traten a “reventones” y “sacándolo del estadio” cada vez que ensayan sus ocurrencias y cantinfleos  públicamente.  Están ustedes, señores y señoras, estercolando, emporcando, escagarruzando el idioma español.  Como decía Confucio: “La corrupción del pueblo comienza con la corrupción de su lenguaje”.  Aprendan a hablar primero, y luego veremos si se han ganado el derecho de ilustrarnos con sus sapientísimas paráfrasis futboleras.


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